Tan arbitrarios como los propios dioses
Entre tratados e intentos de paz, la guerra se abría camino para desesperación de la gente.
Pese a la paz de Brindisi, las dificultades que atravesaban romanos e itálicos estaban lejos de terminar. Parecía que los triunviros ya no iban a enfrentarse más y que la República, quizás, volvería a la normalidad. Una nueva era de prosperidad estaba a la vuelta de la esquina, pero tardaría en llegar.
Si bien las hostilidades entre Marco Antonio y Octavio cesaron, era necesario encontrarle un encaje a Sexto Pompeyo. Era el único líder del bando republicano que quedaba y sus ataques contra las costas italianas resultaban dañinos. A estos se sumaba el bloqueo que había impuesto sobre los principales puertos de Roma, Hostia y Puteoli, que entorpecía la llegada de cereal.
Octavio era consciente de que la situación seguía siendo difícil, pero eso no lo iba a detener. Ya había solventado el reparto de tierras y las rebeliones que provocó. Sin embargo, en lo venidero sería su vida la que estaría en juego por exceso de confianza.
La cuestión de Neptuno
Cuando se enteró de la paz de Brindisi, Sexto Pompeyo se decepcionó, ya que los triunviros lo dejaron fuera de la negociación, una decisión que iban a pagar. Decidió aumentar los ataques, tanto que arrebató Cerdeña a Octavio, e intensificó el bloqueo naval. Al realizar tales acciones, tenía como objetivo incrementar la presión sobre los triunviros mediante el descontento de la población. Y las consecuencias de sus actos fueron contundentes.
Los comerciantes no querían acercarse a Italia por el riesgo que suponía: Sexto les dificultaba el acceso y nada les aseguraba que el gobierno romano no les arrebatarían sus mercancías y riquezas. Esto provocó que los precios aumentasen, que las tiendas cerrasen y, en definitiva, que el hambre azotase una Roma debilitada.
Para tratar de frenar una situación tan grave, los triunviros decidieron ir a la guerra, lo que supuso la creación de nuevos tributos. Se aplicó por primera vez uno sobre la posesión de tierras y otro que afectaba a las sucesiones. Tal fue el enfado que una turba destrozó la placa en la que se publicó el edicto con los impuestos y los disturbios comenzaron poco después.
Ante una situación tan delicada, Octavio repitió la estrategia que había usado con los soldados. Acudió al Foro para explicar al pueblo el porqué de las decisiones tomadas, pero nadie le escuchó. En cambio, le apedrearon hasta herirle y luego le rodearon. Por suerte, Antonio se enteró del suceso y le ayudó a salir con vida.
Al final, los triunviros entendieron el mensaje que enviaba la población y trataron de pactar con Sexto Pompeyo, justo lo que él quería.
El pacto de Miseno
Antonio concertó un encuentro en Baiae (actual Baya) para el 39 a.C. que estuvo a punto de fracasar. Las dos facciones no se ponían de acuerdo sobre el punto exacto en el que reunirse. Al final, se construyeron dos plataformas, una sobre el mar y otra cerca de la costa, para que los triunviros y Sexto pudieran negociar. Cuando este último confirmó que no sustituiría a Lépido, abandonó el lugar. Al fin y al cabo, su objetivo era el de obtener privilegios para sí mismo y para sus seguidores.
Por suerte, los amigos y partidarios de ambos bandos, con especial protagonismo de Mucia, la madre de Sexto, lograron una segunda negociación en la que se pactó lo siguiente:
Sexto retiraría sus tropas de Italia, frenaría los ataques y abastecería Roma de cereal. A cambio, se le entregaba el gobierno de Sicilia, Córcega, Cerdeña y el Peloponeso. También sería nombrado augur y cónsul al año siguiente.
Todos los exiliados, salvo los asesinos de César, recuperaban la ciudadanía y se les reintegraría una cuarta parte de sus propiedades. Los esclavos fugados serían liberados.
Gracias al pacto, las proscripciones llegaban a su fin y Sexto salía bien parado, pues volvía a la política romana y dejaba de ser un fugitivo. Y lo mismo se aplicaba a quienes había dado refugio en los últimos años.
Sin embargo, los triunviros eran los verdaderos ganadores. De manera sutil, el hijo de Pompeyo se quedaba sin prácticamente partidarios, lo que debilitaba su posición. Muchos de los proscritos volvieron a Italia a reconstruir sus vidas y otros se unieron a Antonio, a quien acompañarían a Oriente.
Además, la cordialidad entre ambos bandos dejaba mucho que desear. Durante las celebraciones del acuerdo se realizó un banquete al que los asistentes acudieron armados con dagas. Por si fuera poco, los triunviros mantenían a sus barcos listos para el combate y un asesor de Sexto, Menodoro, le recomendó encarecidamente que atacara, una petición que fue rechazada en el acto.
Livia Drusila
La población vio el pacto de Miseno como una extensión de la paz de Brindisi, algo que sirvió para calmar los ánimos. Mientras tanto, los triunviros se volvieron a separar: Antonio fue a encargarse de los partos y Octaviano a sofocar algunas rebeliones en la Galia. Sexto permanecería en Sicilia para despedir a sus simpatizantes.
Durante el otoño del 39 a.C., Octavio conoció a una joven muchacha llamada Livia Drusila. Tenía solo 19 años y ya había experimentado serias dificultades. ¿La razón? Tuvo que acompañar a su proscrito marido, Tiberio Claudio Nerón.
La chica pertenecía por parte de padre a dos familias nobles y adineradas: la de los claudios pulcros por nacimiento y a la de los livios drusos por adopción. Además, su casamiento con Tiberio la emparentaba con otra rama de los claudios: los nerones. Por tanto, su estatus era muy elevado.
En los últimos años, tuvo que ir de un lado a otro con su hijo, el futuro emperador Tiberio, y su marido. Había pasado hambre en Perusia, después su pareja se rebeló contra Octavio y ambos acabaron en Sicilia con Sexto Pompeyo. Este no les recibió de buenas maneras, lo que les hizo moverse hasta Grecia. Allí les recibió Antonio y los envió a Esparta, donde los claudios tenían clientela.
Pese a todo, tuvieron que volver a huir y Livia casi pierde la vida durante el incendio de un bosque. Al final, acabó volviendo a Roma en el verano del 39 a.C. tras el pacto de Miseno para contemplar que sus riquezas se habían reducido significativamente. Pero su suerte cambió de manera radical.
Octavio conoció a la chica cuando retorno a la Urbe y se enamoró en el acto. Pero no solo eso: decidió casarse con ella en ese mismo momento, algo a lo que ella no se negó. Era un matrimonio que convenía a tres partes. Por un lado, el triunviro mejoraba su posición social, pues no dejaba de ser un hombre de provincias venido a más. Por el otro, tanto Livia como su marido se ligaban de facto a uno de los gobernantes de la República, así que se acabarían sus penurias.
Una nueva guerra
La boda tuvo que esperar varios meses, pues Livia estaba embarazada de su segundo hijo. El enlace se llevó a cabo en el verano del 38 a.C., justo cuando las dificultades volvían a cernirse sobre Roma y el propio Octavio.
Los roces entre el triunviro y Sexto no cesaron con el pacto de Miseno. La popularidad del hijo de Pompeyo no dejaba de aumentar, cosa que no le gustaba demasiado al Hijo del Divino César. Este solo necesitaba una oportunidad para atacar, la cual llegaría tras la deserción de Menodoro, quien entregó Córcega, Cerdeña, tres legiones y sus servicios a Octavio.
La oportunidad estaba servida, solo tenía que convencer a la opinión pública de que el ataque debía producirse. Y era algo que Octavio necesitaba, ya que su boda estuvo rodeada de polémica. Dejaba de lado a su mujer, Escribonia, justo cuando le había dado una hija y Livia hacía lo propio con su marido.
Asimismo, durante el enlace se llevó a cabo un banquete en el que Octavio se vistió de Apolo y otras 11 personas del resto de dioses olímpicos. Entonces, ellos y los demás invitados comieron y bebieron sin mesura mientras los romanos volvían a pasar hambre. Al fin y al cabo, el bloqueo naval de Sexto había comenzado de nuevo.
Roma se encaminaba hacia otro enfrentamiento civil con una población hastiada. Se sentían en manos de auténticos dioses, no solo porque sus nuevos gobernantes dijeran descender de esta o aquella divinidad, sino porque se comportaban con una arbitrariedad similar.
Arrebataban la vida y las riquezas a quienes querían, mientras que bendecían a otros con la misma facilidad.
Pero para Octavio era cuestión de alcanzar el poder absoluto. A su parecer, la República no funcionaba y en sus planes no cabían compañeros.
A partir de la próxima entrega te espera su enfrentamiento final contra Sexto, quien conseguirá humillarle y ponerle contra las cuerdas. Un craso error.