Este viaje por la Historia Antigua, en concreto de la romana, comienza con una crisis. Pocas están tan bien documentadas como la que puso fin a la República romana. Tras más de un siglo de dimes y diretes, el asesinato de Julio César el 15 de marzo del 44 a.C. marcó el inicio del fin. La tensión se palpaba en las calles de Roma y la clase política del momento no podía estar más asustada.
Pese a la planificación del magnicidio, los cesaricidas no habían pensado en el día después. Y los partidarios del dictador no estaban seguros. Al fin y al cabo, sus vidas también podrían estar en peligro.
Sin embargo, con el paso de los días y las semanas, cada bando recuperó la compostura decidido a seguir con sus intrigas. Pero a principios de mayo entraba en Roma un nuevo jugador. Uno que compartía el mismo objetivo que los demás, el poder, aunque no iba a dejar escapar las oportunidades que la fortuna le deparase.
La lucha por la imagen
Cayo Octavio llegó a Roma proveniente de Apolonia con 18 años. Sabía que figuraba como hijo adoptivo en el testamento de César, lo que le daba un nombre, influencia, clientela y dinero. Su posición era inmejorable, aunque tenía que legalizarla.
Aquí se encontraría con un primer escollo: Marco Antonio, quien no confiaba en él y quien tampoco dudaba en ningunearle. Opinaba que le faltaba experiencia y que todo lo que tenía era el nombre de otra persona, lo que, por cierto, le convertía en una amenaza, pues Antonio se veía a sí mismo como heredero político del dictador.
Además, Marco Antonio era cónsul en el año 44 a.C, con todo lo que suponía. A corto plazo, controlaba los entresijos del poder, algo que le garantizaba seguridad, y su popularidad entre los soldados era alta. Sin embargo, la altura del oponente no amedrentó a Octavio. Comenzó por deteriorar la imagen de su rival ante el pueblo y las legiones, al tiempo que buscaba romper la débil alianza que sostenía con el Senado.
Octavio se paseaba escoltado por las calles de Roma proclamando que Antonio saqueaba la parte de la herencia de César que le pertenecía a los ciudadanos. También infiltró a algunos de sus partidarios entre la tropa para sondear la moral y el interés en unirse a su bando. Esto le sirvió para descubrir que los legionarios estaban dispuestos a considerarle como heredero de César, pues estaban ofendidos por las negociaciones de Antonio con el Senado.
Pero incluso el propio Octavio quería mantener buenas relaciones con los senadores, aunque fuera por el momento. Así, no dudó en halagar a Marco Tulio Cicerón, el senador más influyente del momento, para tratar de ganárselo. Al principio hubo recelo, pero el gran orador acabó por ver en el joven un prometedor aliado para la causa republicana, uno que había que mantener apartado del influjo de Antonio, a quien denostaba y cuya opinión trataba de aguar ante el resto de senadores.
Ante todos estos y otros movimientos, Antonio no se quedó quieto por miedo a perder su posición entre los cesarianos y el apoyo de las tropas. Anunció que Octavio conspiraba para asesinarle, una historia que caló hondo y que provocó la ira del joven. Este fue a casa de su oponente para gritar que él era el conspirador y que quería acabar con su popularidad ante el pueblo. Trato de entrar en la residencia sin éxito y, al final, afirmó que si algo le ocurría, sería debido a que Antonio era un traidor.
La consecuencia del suceso fue que la mayor parte de la opinión pública se puso del lado del heredero de César. Pero pese a todo, Antonio seguía gozando de una posición segura. Su mandato acababa en diciembre del 44 a.C. y se había asegurado el control de la Galia Cisalpina para los próximos cinco años. Esto le garantizaba el mando sobre algunas legiones y una posición ventajosa si algo sucedía en Roma, ya que podría alcanzarla en pocos días de marcha, justo como lo había hecho César antes.
Tras darse a conocer entre los habitantes de la Ciudad Eterna, el Senado y las tropas fieles a los cesarianos, Octavio siguió construyendo su posición aprovechando los acontecimientos, incluso los cósmicos. En el mes de julio, organizó los Juegos de la Victoria, una festividad anual creada por César. No escatimó en gastos para conquistar el corazón del pueblo y, de hecho, logró causar sensación.
El día en el que se celebraban los juegos, un cometa apareció en los cielos y allí se mantuvo visible durante siete días. Un hecho muy significativo por sí mismo y que Octavio usó para sus fines.
El pueblo pensaba que el cometa era el espíritu de César ascendiendo a la divinidad, algo que su heredero no dudó en confirmar y difundir colocando estrellas en todas las estatuas de su padre adoptivo. Todo un acto de propaganda en toda regla, y no sería el último.
El todo o nada
Tras haber fijado su posición política e imagen, Octavio visitó las colonias de veteranos cesarianos que se habían instalado en Campania. Allí permanecían los miembros de las legiones séptima y octava a quienes planteó una oferta: si se unían a su causa, les prometía un subsidio de 2000 sestercios, el doble de la paga anual y una cantidad que superaba con mucho los 400 sestercios por cabeza que antes había ofrecido Marco Antonio. Unos 3000 soldados aceptarían la propuesta, casi una legión.
Ahora contaba con un modesto ejército que ansiaba utilizar contra el propio Antonio, pero la tropa no estaba dispuesta a enfrentamientos entre cesarianos: ellos querían vengar a César. Entonces, el objetivo cambió hacia uno más ambicioso y el joven heredero marchó contra Roma.
Por el camino, envío varias cartas a Cicerón para conseguir el apoyo del Senado y de algún nombre ilustre. Cuando llegó al Foro, el corazón político de la República, nadie salió a recibirle y, de hecho, la curia estaba vacía. Ante el fracaso, ya anunciado por el gran orador en sus respuestas epistolares, Octavio se retiró frustrado a Arretium. Aunque le sobró valentía, la falta de experiencia había truncado sus expectativas.
Pero no todo estaba perdido para su causa, ni mucho menos. Antonio trató de capitalizar el error del joven convocando al Senado para denunciar el hecho, pero nadie acudió. Además, una de sus legiones, la Marciana, se puso del lado del chaval y pronto lo haría la Cuarta. Al menos, le quedaba el mando de la Galia Cisalpina, la cual tendría que arrebatar a Décimo Bruto, uno de los participantes en el asesinato de César.
También salió Cicerón al rescate del joven, a quien elogió por su valentía e inteligencia. No contento con eso, convenció al Senado para concederle el cargo de propretor, algo que iba contra las tradiciones. Para alcanzar la magistratura, el candidato tenía que haber sido pretor. Sin embargo, todo esto importaba poco, ya que la idea era dotarle de un imperium que no tenía, es decir, de capacidad de mando legal.
Así, el viejo senador creía que Octavio le sería útil para sus planes, ya que tenía en mente dos objetivos. Por un lado, evitar que el joven César se aliara con Antonio, a quien atacaba con sus Filípicas, y, por otro, facilitar que los dos se aniquilaran mutuamente, lo que debilitaría en grado sumo a los cesarianos.
La oportunidad se presentó cuando Antonio atacaba a Décimo Bruto en Mutina, la actual Módena. Envío al joven con sus tropas para que apoyase a los nuevos cónsules, Hircio y Pansa, quienes eran cesarianos moderados, en la futura batalla. La posición de Octavio seguía siendo frágil en comparación con la de Antonio o Cicerón, pero cambiaría de manera radical.
La batalla se saldó a su favor como pocos podrían haber imaginado. Los dos cónsules fallecieron, no sin cierta polémica y acusaciones de que Octavio había mandado asesinarlos, Antonio fue derrotado y puesto en retirada hacia la Galia Narbonense donde la esperaba Lépido y Décimo Bruto se replegaba hacia Macedonia.
En cuanto a las tropas, pasó de tener 3000 hombres bajo su mando a ocho legiones completas, una noticia que tardó en llegar a los senadores. Ellos sabían que Antonio había sido derrotado, así que concedieron un triunfo a Bruto y procedieron a repartir el botín de guerra, del que Octavio quedaba excluido. Pronto se darían cuenta de los cambios que habían sucedido.
Una delegación compuesta por 400 centuriones se dirigió a Roma en nombre del heredero de César. Este había notado que la posición senatorial era débil, pues los dos cónsules habían fallecido y no se habían nombrado sustitutos. La jugada estaba clara y así la hicieron llegar sus emisarios: debían nombrarlo cónsul con solo 19 años, un hecho con muy pocos precedentes en la historia de Roma si se tiene en cuenta que la edad mínima para el cargo era de 42 años.
El Senado se negó ante tales exigencias, lo que provocó una segunda marcha contra Roma. Esta vez no serían 3000 soldados, sino ocho legiones que acamparon a las afueras de la ciudad. Pero no hubo derramamiento de sangre, algo que hubiera destruido la reputación de Octavio y costado la vida tanto a su madre como a su hermana.
En cambio, dejó que los senadores recapacitaran durante un día. Y al final se salió con la suya: el pueblo le concedió el consulado y nombró a uno de sus partidarios, Quinto Pedio, como colega en la más alta magistratura.
Acto seguido, se dirigió al Foro con guardaespaldas para que sus oponentes lo recibieran, eso sí, de muy mala gana. Ahora que tenía poder, juzgó a los asesinos de César sin darles opción a defenderse, los declaró criminales y los dejó fuera de la ley. También legalizó su herencia, pagó sus deudas con la plebe y entregó el dinero prometido a sus tropas.
Con una posición mucho más sólida, ya no necesitaba mantener cerca ni a Cicerón ni al Senado, así que partió al norte, donde le esperaba Marco Antonio.
¿Qué ocurrió después? La caída de la República no ha hecho más que comenzar. Aún quedan años de intrigas, batallas y traiciones por conocer. Para conocer los hechos en detalle, acompáñame en este viaje por uno de los momentos más importantes de la historia de Roma.
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