Campo de batalla la mente romana II
O cuando los líos de faldas se convierten en asuntos de Estado
Como te contaba la semana pasada, Octavio se lanzó a por el corazón y las mentes romanas. A través de la conquista de Iliria y de la propaganda, aspiraba a mejorar su prestigio y a superar el de Marco Antonio. Pero este no se quedó de brazos cruzados, ya que eso le haría perder terreno frente a su compañero. Y esto, créeme, es algo que no quería por sus contundentes implicaciones.
Oriente continuaba bajo su control y tenía un amplio margen para mejorar su reputación. Pero las cosas en el lado este de la República no eran iguales que en Italia o en las provincias occidentales. Aunque la cultura era similar y Roma seguía dominando, las formas y la manera de aproximarse a las gentes cambiaban. Antonio debía darles lo que querían.
Y a esas se puso el triunviro de la mano de Cleopatra. Tocaba ganarse el aprecio de los habitantes de Oriente y, sin necesariamente quererlo, darle munición a su rival.
Malinterpretaciones interesadas
Antes de que Octavio lanzase su campaña en Iliria, en el 36 a.C. se produjo un acontecimiento que resultaba impensable para los romanos. Antonio y Cleopatra celebraron una ceremonia en la que, de manera simbólica, se producía una unión mística entre el nuevo Dionisio, el triunviro, y la nueva Isis, la reina de Egipto. En principio, se trataba de algo inocuo pensado como acto para consolidar el dominio de Roma a través de los reyes y respetando las tradiciones locales.
Pero en la capital de la República el evento no pasó desapercibido ante el rival de Antonio. Como para dejarlo pasar. Pronto se vendió a la opinión pública como un segundo matrimonio del triunviro, algo que no estaba bien visto y que no era posible legalmente: la bigamia estuvo prohibida durante toda la historia de Roma.
Llegados al año 34 a.C., Antonio lanzó una campaña contra Armenia en venganza por la humillante derrota que sufrió tiempo atrás. En esta ocasión logró una victoria contundente y una nueva provincia para la República. Así que, raudo y veloz, informó al Senado explicando los acontecimientos. Seguro que esperaba los más altos honores, pero esta vez no hubo respuesta.
En la anterior entrada te comentaba cómo Octavio decidió dar por cierto el primer informe para no dañar a su colega, aunque luego se riera de él con sus regalos. Sin embargo, en esta ocasión la situación había cambiado radicalmente. No hubo sacrificios, ni fiesta o triunfo, solo frialdad y una excusa: los estandartes de las legiones perdidas por Craso seguían en manos partas. Menudo e inesperado fracaso.
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Toda una patada en el estómago de un general de la talla de Antonio y una muestra de que perdía la batalla por el relato.
Ni corto ni perezoso, el triunviro decidió en el mismo año 34 a.C. celebrar el triunfo que le negaban en Alejandría. Era algo insólito. Un buen romano, ya no digamos el romano medio, acudía a la capital, marchaba junto a sus tropas por las calles y mostraba al pueblo la nueva conquista.
Por primera vez un general romano celebraba un triunfo en el extranjero, al menos esta es la imagen que Octavio buscaba fijar en las mentes de sus conciudadanos. Antonio ya no era el brillante estratega de Filipos, ese hombre de gran prestigio y poder estaba abandonando su romanidad; parecía que quería ser un monarca heleno.
Lo que pudo ocurrir en realidad no fue más que un espectáculo oriental. Antonio apareció ante los espectadores como Dionisio y no como un general victorioso. En vez de una corona de laurel, llevaba una de hiedra; tampoco iba con su armadura, sino con una toga dorada y azafrán. Incluso portaba un bastón de hinojo rematado con una piña de pino y forrado de vid, el cual solían llevar los seguidores del dios.
No había nada romano en el espectáculo, pero, ya sabes, ¿a quién le importan la fría realidad y los aburridos hechos?
Las Donaciones de Alejandría
Tras el evento, se llevaron a cabo las llamadas Donaciones de Alejandría en el gran gimnasio de la ciudad. Allí donde se solían celebrar entrenamientos atléticos y debates filosóficos, se dispuso un estrado plateado con tres tronos dorados, uno de ellos de menor tamaño. En ellos se sentaron Antonio, Cleopatra y Cesarión, quien cogobernaba Egipto junto a su madre. Además, en otros asientos estaban los hijos que la pareja había tenido en los últimos años.
Si el supuesto triunfo dio de qué hablar en Roma, las Donaciones no se quedaron atrás.
Sujétate a la silla que vienen curvas.
Antonio comenzó dando un discurso ante la audiencia para dejar claros varios asuntos. El primero era que Cleopatra estuvo casada con César y, por tanto, Ptolomeo César (Cesarión) era el hijo legítimo del dictador y su heredero directo. Lo más importante siempre al comienzo, sí señor.
Luego, no contento con lanzar un torpedo contra buena parte de la legitimidad de Octavio, Antonio procedió a colmar de honores y tierras a sus hijos:
A Alejandro Helios le entregaba Armenia, Media y todas las tierras al este hasta llegar a la India. Es decir, sería el dueño del Imperio parto el día que su padre lo conquistara.
Ptolomeo pasaba a ser el rey de todos los territorios sirios que se habían entregado a Cleopatra y se convertía en señor de todos los reinos clientes de Asia Menor.
Cleopatra Selene, hermana gemela de Alejandro, recibió Cirenaica y la isla de Creta.
Cesarión fue nombrado rey de reyes (poco menos que emperador) y su madre reina de reyes.
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Para rematar, el triunviro mandó acuñar monedas de plata en las que aparecía asociado con Cleopatra. Mientras tanto, Octavio se relamía en Roma con cada nueva noticia.
Quizás te parezca un poco fuerte todo esto, pero lo cierto es que podría haber sido una parte más de la reorganización de Oriente orquestada por Antonio. Es decir, si bien colocaba a sus hijos al mando, era mejor que gobernara un lugareño en nombre de Roma para que los orientales lo identificaran como uno de los suyos.
O también daba muestras inequívocas de que se estaba desconectando de Roma y montando su imperio particular. A fin de cuentas, Cleopatra le había dado ya cuatro hijos con los que cimentar el futuro de su dinastía.
Bajando al barro
Lo cierto es que Antonio, aunque fuera mínimamente, aún le interesaba lo que pensaran de él en Roma y decidió plantar batalla a su colega, lo que ha dejado episodios bastante cómicos. Pero antes, tengo que explicarte la estrategia que empezó a usar Octavio.
En el 36 a.C., un comité de ciudadanos agradecidos con el triunviro consiguieron que el Senado le subsidiara una nueva vivienda. La anterior que tenía en el Palatino la había perdido hacía poco en un incendio. Con el dinero recibido, compró varios terrenos en el mismo monte y al lado de una casa de barro con techo de paja que, según la leyenda, perteneció a Rómulo, el fundador de Roma.
De una forma más o menos directa, Octavio quería que lo relacionaran con los fundamentos de la cultura romana, algo que ayudaba a consolidar su giro de posturas revolucionarias a otras más tradicionales.
Sabiendo esto, no te sorprenderá que el hijo de César minara la reputación de su rival llamándolo mujeriego y alcohólico. Le recriminaba que le gustaba demasiado pasárselo bien y no mucho defender los intereses de la República, cosa que sus actos parecían corroborar (guiño, guiño). También convirtió cualquier posible desplante a Octavia en una cuestión de Estado.
Al fin y al cabo, una reina extranjera había esclavizado a un romano de bien gracias a sus encantos. ¿Cómo no iba a dejar Antonio de lado sus responsabilidades con el pueblo romano? Frente a la imagen de seductora y manipuladora que se construía de Cleopatra, se opuso la de una virtuosa Octavia, quien soportaba sin chistar los desplantes de su marido. Era una matrona romana ejemplar.
Pero Antonio, cansado de las acusaciones, trató de defenderse siempre desde la distancia. Alegó que él solo seguía los pasos de Dionisio el conquistador de Asia y que para nada imitaba a la faceta ebria del dios. También confeccionó una lista con los actos sexuales licenciosos del propio Octavio, que no eran pocos.
Mismamente, le recriminó lo que hizo con Livia, a quien sedujo, recurriendo a amigos y proxenetas, en las narices de su marido. Este no era un don nadie, pues se trataba de uno de los cónsules del momento.
Pero no se quedó solo con ese episodio, enumeró las mujeres con las que Octavio engañaba a la propia Livia. Y este respondió al ataque diciendo que, sí, que se acostaba con otras, pero tan solo como forma de espionaje político. Yéndose a la cama con las esposas de sus rivales podía obtener mucha más información que de otros modos. La típica estratagema.
De hecho, Antonio llegó a enviarle una carta a su compañero para quejarse de su actitud. Este es tan solo un pasaje:
¿Qué te pasa? ¿Es porque me estoy follando a la Reina? No es mi mujer, ¿no es así? ¿No es algo nuevo, no? ¿No hace ya nueve años que esto ocurre? ¿Y qué pasa contigo? ¿Acaso solo follas con Livia? Habrás tenido mucha suerte si, cuanto leas esta carta, no te habrás follado también a Tertulia o Terentilla o Rifilla o Salvia Titisenia o a todas ellas. ¿De verdad te importa dónde y a quién le metes tu pene erecto?
Lo más probable es que a Octavio le importara bien poco dónde la metiera, pero sí que se preocupaba por una cosa: destrozar a sus rivales. Y lo estaba consiguiendo.
Ten una cosa en cuenta: Antonio permaneció en todo momento en Asia. Cualquier defensa, por legítima que fuera, quedaba deformada por la distancia. Mientras, su rival permanecía en Roma, en el corazón de la República, donde podía desplegar toda la propaganda que quisiera sin casi obstáculos.
Y lo peor es que Octavio aún no había sacado la artillería pesada…
Que tengas una excelente semana.